Javier Martín / Jesús Rodríguez
Publicado en Cinco Días e el 10 de noviembre de 2020
Una reciente película de Clint Eastwood está dedicada a Richard Jewell, guardia de seguridad, y que de ser un héroe tras el atentando de los Juegos Olímpicos de Atlanta en 1996, por haber evitado más muertos, se convierte en villano, al pensar el FBI que, por su pasado algo extraño, era el primer sospechoso. Una situación que duró muchos meses y que afectó duramente a su entorno familiar más cercano, especialmente a su madre. Ustedes nos dirán ¿y esto tiene algo que ver con los tributos? La respuesta es positiva, tal y como verán a continuación.
La sentencia del Tribunal Supremo de 7 de julio de 2020, que anula, por defectos de motivación, un auto judicial autorizando la petición de la Agencia Tributaria de entrada en el domicilio de una empresa, está haciendo correr ríos de tinta, sobre todo por unas declaraciones de su director general con ocasión de su comparecencia en la Comisión de Presupuestos del Congreso. En su opinión, el “domicilio constitucionalmente protegido de las personas físicas, y también jurídicas, tiene una protección que hay que conciliar con el hecho de que un investigador con autorización judicial pueda acceder a esos locales sin previo aviso”, pues “no parece que sea muy efectivo cuando existe la posibilidad de destrucción de pruebas”.
Esta polémica requiere de una reflexión sosegada, huyendo de posiciones maximalistas. El Tribunal Supremo plantea dos cuestiones que requieren de un análisis diferenciado. De un lado, sobre la necesidad de fundamentar tanto la petición de la Agencia como del juez al dictar el auto de entrada en el domicilio.
Así, la sala rechaza que “la corazonada o presentimiento de la Administración de que, por tributar un contribuyente por debajo de la media del sector, le hace incurrir a este en una especie de presunción iuris et de iure de fraude fiscal es un dato que por sí mismo no basta”. Por tanto, “no es base suficiente para servir de título habilitante a la Administración –para pedir– y al juez –para otorgar– la entrada en el domicilio”. La primera debe fundamentar su solicitud, sin que pueda ser “para ver qué se encuentra”. Respecto al segundo, “es preciso que motive y justifique –esto es, formal y materialmente– la necesidad, adecuación y proporcionalidad de la medida de entrada, sometiendo a contraste la información facilitada por la Administración, que debe ser puesta en tela de juicio, en su apariencia y credibilidad, sin que quepan aceptaciones automáticas, infundadas o acríticas de los datos ofrecidos”. Hasta aquí nada que objetar, pues toda actuación de la Administración y los tribunales ha de encontrarse debidamente motivada, siendo la entrada en el domicilio una medida excepcional y nunca la regla general.
De otro lado, la sentencia plantea una cuestión más controvertida, pues considera que la entrada domiciliaria no cabe sin la existencia de un procedimiento inspector ya abierto, que debe acompañarse a la solicitud, y sin el cual el juez no puede adoptar medida alguna en relación con la misma. En nuestra opinión, esta conclusión no es correcta. De conformidad con el artículo 113 de la Ley General Tributaria, cuando en los procedimientos de aplicación de los tributos (entre los que se encuentra el inspector) sea necesario entrar en el domicilio constitucionalmente protegido de un obligado tributario o efectuar en él registros, la Administración ha de obtener su consentimiento o la oportuna autorización judicial. Ahora bien, no dice que el procedimiento se inicie tras su apertura. Cuestión distinta es que, en el momento de la entrada, los obligados tributarios sean informados sobre su naturaleza y alcance, así como de sus derechos y obligaciones en su curso (artículo 147.2).
Expuestas ambas cuestiones, es preciso llevar a cabo la reflexión sosegada que hemos propuesto. En primer lugar, la Agencia Tributaria debe utilizar la entrada en el domicilio únicamente en supuestos excepcionales y sin que pueda convertirse en la regla general. Por tanto, han de sopesarse el interés público con los derechos de los contribuyentes, incluido su riesgo reputacional, para evitar situaciones como las concurrentes en el personaje de la película de Clint Eastwood.
En segundo lugar, ha de fundamentar su petición, sin que quepa la utilización de indicios basados en meros datos estadísticos. En tercer lugar, ser valorada por el juez debidamente, impidiendo simples autorizaciones no razonadas y por el mero hecho de solicitarla la Administración, tal y como está ocurriendo en la actualidad.
Por último, la necesidad de la existencia de un procedimiento inspector ya abierto para concederla carece de amparo legal, pero la doctrina del Tribunal Supremo impide, de facto, utilizar la entrada y registro con carácter previo, de aquí que se requiera una modificación de la Ley General Tributaria. Ahora bien, no debe ir más allá de preverla como una de las formas de inicio de este procedimiento, si bien de uso excepcional, en los casos y con los requisitos señalados por el Tribunal Supremo, que se basan en argumentos constitucionales.
En definitiva, salgamos de esta espiral de acción/reacción y construyamos un sistema razonable, que compatibilice el interés público que dirige la actuación de la Administración tributaria con el debido respeto a los derechos de los contribuyentes.